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Thursday 28 March 2019

Cuestión de valentía


Parte 1

    Esa pequeñísima mujer de metro y medio era sorprendente, capaz de hacer cosas inimaginables. Prodigiosa y terca, terca como una mula, orgullosa de su estirpe, partisana antifascista. Lloró lágrimas como puños cuando su adorado Edoardo, el padre más apuesto del mundo, fue retenido y torturado en Villa Triste, el edificio del horror. Con apenas doce años recién cumplidos, la pequeñísima iba y venía de un lado al otro del Arno, con la munición escondida en las cestas de víveres, cartas camufladas entre las lechugas, mensajes cifrados ocultos en las trenzas de su pelo. Y desde entonces, la vida fue para ella un no parar, un cúmulo de energía insospechada para un cuerpecito tan sumamente pequeño con esos enormes ojos tristes, profundos, siempre llenos de dignidad. 

   El amor de su vida fue Panagoulis, un poeta griego, un hombre al que admiró desde el primer momento en el que le puso la mirada encima, el líder de la resistencia al régimen de los militares, el hombre valiente que la conquistó, que no se doblegó ante nada ni nadie, el cristo crucificado nueve veces. Alekos Panagoulis era como su padre, un hombre íntegro y valiente. El griego rebelde misteriosamente muerto en un accidente de carretera, vilmente asesinado. No había pruebas. Solamente la impotencia de saber que así había ocurrido. En poco tiempo, ella perdió al hombre que más amaba y al hijo que esperaba de él. La vida le dio una injusta patada, pero siguió adelante, con determinación, con el compromiso del sufrimiento de muchas otras personas que, en otros países, bajo otros regímenes totalitarios, podían estar sufriendo como ella. Con esa enorme humanidad y amparándose incansable en su trabajo como periodista del Corriere della Sera, Oriana siguió adelante. 

    Fue con motivo de su trabajo como corresponsal en la guerra de Vietnam cuando revivió el amor. Esta vez él era francés, apuesto, tranquilo. El amor que surgió entre ellos no fue la llama que quema sino el rescoldo que queda en el hogar, que da calor y acoge, que ampara en la soledad y la tristeza. Fue muy reconfortante para ella encontrar de nuevo alguien en quien apoyarse. Era una mujer testaruda y con mal pronto. Al mismo tiempo, era cálida, humana, enormemente fuerte y femenina. Los dos se complementaban bastante bien. Ella más impulsiva, él más reflexivo. Ella no guardaba mucho las formas, él se prodigaba en las buenas maneras. 

    Y siguieron con su relación de forma más o menos encubierta ocho años. El francés tenía un hijo, adoptado, y no quería separarse de su mujer por miedo a hacer daño a su hijo y también a perder la custodia del menor.  A ella, que le importaba un rábano lo que la gente pensara, ya fuesen altos dignatarios o cargos eclesiásticos, le traía sin cuidado aquella situación. Y él, que tanto era de razonar, la dejó de pronto, sin más. Ella, que era partisana italiana, brava, intensa, se encendió muchísimo y ni corta ni perezosa, empaquetó todas las cartas de amor que el francés le había enviado regularmente hablándole de todo su amor, y se las envió a su mujer, para que se hiciera cargo de lo que tenía en casa. El francés se ofendió muchísimo por aquel arrebato incomprensible y fue entonces cuando decidió enviarle una carta, una sola carta, explicándole su postura. Ella enfermó y pasó el resto de su vida sola. Cuando falleció, la carta estaba sobre la mesita de noche. No quiso abrirla nunca.

               [Oriana en compañía de François Pelou en Vietnam. Fuente: https://bit.ly/2U8k8VO]

Parte 2

    Te conocí en Saigón donde me encontraba trabajando para la agencia France Presse, los dos transitando por un momento delicado de nuestras vidas. Y nos enamoramos locamente en medio de un conflicto, ¿cómo no? Y a lo mejor, cuando acabes de leer esto, pienses que más me hubiera valido pegarme un tiro en la sien, como hizo el general Loan con ese pobre desgraciado prisionero del Vietcong, antes de haberte conocido. Tú ansiabas encontrarte con ese general que era un bruto y un malnacido, y yo era el único extranjero que podía ayudarte a conocerlo. Nuestra relación comenzó con aquel espantoso fotograma que todavía sigue indeleble en la memoria colectiva del chaval vietnamita antes de ser abatido por un disparo en la cabeza.

 Pélou, François Pélou, encantada, vamos a ser compañeros de trabajo durante unas semanas. Espero que aprendamos pronto a trabajar juntos- fueron las primeras palabras que te escuché pronunciar.
   En menos de dos semanas, no es que trabajáramos juntos, es que dormíamos, comíamos y hacíamos el amor todos los días, como si el mundo se fuese a venir abajo en cualquier momento, en alguna de esas selvas de calor pegajoso en las que los jóvenes soldados americanos se dejaban primero la salud mental y luego la vida. Aquello era una auténtica pesadilla. Nosotros, sin embargo, no teníamos fisuras mentales, nos reconocíamos sin extrañamiento, con una naturalidad desconcertante. Yo nunca había vivido algo semejante. Yo nunca había vivido una relación con tanta intensidad.

Tú habías recibido muchos golpes en la vida. A todos habías sobrevivido. Y seguramente el mío fue el golpe más bajo, el más mezquino, y no pudiste remontarlo. Puede que así fuera. Tampoco supe hacerlo de otra manera. Quizá no fui merecedor ni de todo tu amor ni de todo tu desprecio. Tampoco hemos venido al mundo a juzgar a los otros. Lo nuestro, más que amor compartido, estarás de acuerdo conmigo, devino en sufrimiento compartido.

Y es que como diminuta Oriana tenías un don y era el de estar en el lugar oportuno en el momento en que ocurrían cosas terribles. Y así, estabas en Dallas la mañana en que asesinaron a J F Kennedy. Y tenías, siempre tuviste, un ángel guardián que te protegía. De eso no me cupo nunca duda. Los militares ocuparon el campus universitario en México en vísperas de los juegos olímpicos, y allí estabas tú, en medio de la protesta estudiantil, sorteando las ráfagas de metralleta en una masacre peor que la que habías presenciado en ninguna otra guerra. Fuiste dada por muerta y en la cámara mortuoria un cura, precisamente un cura, se dio cuenta de que aún vivías. ¡Una auténtica resurrección!  Así de mágica eras, querida mía, eras una persona muy especial, sorprendente. Tuviste siempre ese don al menos hasta que yo aparecí.

¿Qué hicimos mal? ¿Qué hicimos tan mal? Yo no pude contenerte. Tú te volviste una fiera, a toda costa querías hacerme tanto daño como el que yo te había causado. Y al final, la muerte, siempre esa muerte a la que no temías, te fue arrebatando como un alienígena, como tú llamabas a ese cáncer, poco a poco, la muerte invasora y decisoria. Todo lo que nos respetábamos en nuestros trabajos dejamos de respetárnoslo en nuestras vidas, que tenían tantas, muchas grietas.

Porque tú eras así, o te tomaban, o te dejaban. Yo hice las dos cosas. Y las dos las hice mal. Y todavía me pregunto cómo, siendo como eras una mujer meticulosa, sesuda, que le daba tantas vueltas al lenguaje, a las situaciones, a los conflictos, cómo te decidiste a enviar todas aquellas cartas, que te recuerdo que eran mías, ¡a la madre de mi hijo, adoptado, pero que te recuerdo que era mi hijo! ¿Cómo se te ocurrió hacer una cosa así? Cuando tú ocupabas un lugar especial en la tierra, al menos para mí, fuera del despecho, al margen de esos celos demoníacos y viscerales, ¿cómo me pudiste hacer una cosa así, a mí? Yo era el que estaba comido por los celos, sí, yo, siempre.  ¿Acaso no lo sospechaste nunca? De Panagoulis, sí, el hombre de tu vida, eso sí que fue para mí una auténtica pesadilla. Tu gran amante asesinado conviviendo todos los días con nosotros, en nuestra cama, presente en todo momento. Aunque nadie lo mencionara, allí estaba ese griego. Y aún ¡fíjate por dónde! me ganaste tú a celos.

    No medías, no calculabas nada. Cuando algo te molestaba, no te lo pensabas dos veces, cargabas de frente. Eso se llama no medir las consecuencias de las cosas que dices, y una periodista consagrada a nivel internacional como tú no podía ir así por la vida como un toro bravo y desbocado. Después del atentado de las torres gemelas, no perdonabas la política exterior de Estados Unidos. Con esa visión tan preclara para prever el devenir de los acontecimientos, esa mezcla de intuición y de brujería, te convertiste sin saberlo, en una pitonisa, Oriana, parecías tener toda la fuerza de un oráculo.

    Y siendo así  como eras, tú, la mujer más fuerte y más valiente del mundo, ¿cómo no tuviste la valentía de abrir aquella carta?

Thursday 21 March 2019

El futuro está por escribir


Y ahí estaba yo, una noche de invierno de 1984. Sin ni siquiera sospechar que aquel chico inglés con el que no me importó compartir un ron Negrita con Coca cola era el mismísimo Joe Strummer, el cantante de The Clash, el grupo al que adoraba con locura. Los dos vestíamos de luto riguroso. Y no fue esa la única ocasión en que coincidí con él. Pero todo eso lo descubrí unos cuantos años más tarde.

Él llevaba una gorra negra donde se leía “Out of control”. Yo llevaba una chapa que indicaba abiertamente “I’m a mess”. Y allí estuvimos, haciendo bromas y bailando con entrega “A message to you Rudy” de The Specials, dejándonos caer sobre los butacones de escay. Así que, mientras él cantaba “Rudy can’t fail”, yo le preguntaba:

  Pero entonces, ¿tú crees que es el mismo Rudy de “A message to you Rudy”, o no? y se reía a carcajadas. ¡Cómo iba a saber yo entonces que podía ser él! Vamos, es que, ni por casualidad.

El Silbar, todo camisetas arremangadas y cueros negros, era un local oscuro en rojo y negro donde convivían los tupés de rockabillies de los Cero con la estética más radical de los KGB, los TNT, unos punkis más simpáticos que los del norte. Entonces ninguno teníamos un duro. “Te voy a dar un beso tan rico que te voy a sacar de pobre” decía un grafitti cercano al local. Nos alimentábamos de speed y música, de katovit y poesía, de dexedrina y surrealismo puro y duro. Yo intentaba llevar lo más parecido a una vida universitaria normal, pero me dispersaba. Lo típico, vas derivando de una cosa a otra hasta que resulta que no te acuerdas ni de por dónde debías de seguir.

¿Cómo era Granada entonces? Provinciana y cateta, llena de embrujo y momentos sorprendentes. El paseo de los tristes, el Albaicín, las cuestas, ¡cuántos recuerdos! Yo vestía como un chico. Esa rebeldía mía. A toda costa. Como la de Joe cantando Rude and reck-less, crude and feck-less, looking cool and speck-less. Saltábamos al ritmo de esa música que concentraba toda nuestra furia llena de energía sin cauce. Rabia por no tener ni idea de qué va a ser de ti. Impotencia por intuir que, hagas lo que hagas, el sistema te va a acabar devorando si es que no te pega una patada en la boca antes de tiempo. Éramos activistas, rebeldes con causa, militantes a ritmo airado.

Precisamente fue esa gorra la que me dio la pista, algunos años después, de que aquel chico tan inglés y tan tímido tuvo que ser Joe Strummer sin yo saberlo. Fue con motivo de la publicación de una foto donde está él con Jesús Arias en el mirador de San Nicolás. Al fondo, la Alhambra y la vista más impresionante que se pueda uno imaginar.

                                                      [fuente: https://bit.ly/2JvNLvf]

Un par de años más tarde de aquel inconsciente encuentro con Joe Strummer en el Silbar, fue en el 86, trabajé todo el verano como becaria en prácticas (entonces no existían aún este tipo de contratos) en un colegio de jesuitas de la provincia de Jaén. Un día, me dejaron organizar una clase de inglés y yo la dediqué en parte a escuchar varios temas de The Clash. La experiencia fue un absoluto desastre. El perfil del público que yo tenía delante no tenía nada que ver con las letras de un grupo como The Clash. Hubiéramos escuchado a The Beatles, se hubieran quedado todos más conformes y contentos. Et voilà, allí ya fui comenzando a entender que lo que te gusta a ti no tiene por qué gustarle precisamente al resto de la gente. Bien, pues uno de los participantes en el taller me enseñó un artículo de una revista de música donde aparecía la foto en blanco y negro donde Joe Strummer llevaba esa gorra, la misma gorra que llevaba puesta en el Silbar. Me quedé bastante sorprendida. Y llegué a pensar que gorras como esa habría muchas. Que sí, pero que, si hubiera sido él, me lo habría dicho desde el principio, que me tendría que haber dicho algo ¿no? y que no me dijo nada. ¡Si no fuera por el aspecto tan desaliñado que tenía!

Aquel mismo año, 1984, unos meses después de coincidir en el Silbar, volví a tropezarme con quien después me di cuenta de que realmente era Joe Strummer, esta vez en una fiesta en las afueras de Granada. Hacía ya buen tiempo. No sé ni cómo llegué hasta allí, sí, salía con una amiga. Fue de esas cosas que te llevan y no sabes ni cómo llegas. Era un local al aire libre y aquello estaba lleno de gente pija, ¡Granada estaba siempre llena de pijos! En aquella fiesta había mucha gente de derecho, de los que frecuentaban los pubs por la zona de Pedro Antonio de Alarcón. Yo no encajaba mucho en aquel sitio. Bueno, ni en aquel, ni en muchos otros sitios. Y volví a ver al inglés de la gorra. Esta vez no la llevaba. No sabía si se acordaba de mí. Estaba allí, sirviendo copas, y me dijo -sexy señorita- que en vez de ron Negrita me pondría un ron Montero.

 ¿Y cómo estás aprendiendo tú tan rápido tantas cosas? — le dije, porque lo del ron Montero solamente lo sabían los granaínos.

Y se puso a contarme sobre Federico García Lorca, al que admiraba. Porque estaba tan loco que había convencido a sus amigos para ir a Viznar, al lugar donde pensaban había sido asesinado el poeta, a desenterrarlo. Yo no sabía si se estaba quedando conmigo contándome una cosa así, aunque entonces yo me creía muchas cosas pero algo así no me lo podía creer. Ahora pienso que seguramente me estaba diciendo la verdad y que yo era la eterna desconfiada a la que le cuentan cosas auténticas y no se las cree.

  A ver, aprovecha y pincha el Jimmy Jazz– le dije, como dejando pasar el tema de puro denso. Y se lo dijo al D.J. y lo tarareamos entero.

Yo, que siento reverencia por absolutamente todos y cada uno de los temas de London calling, de Sandinista!, de Cut the crap, tantas maravillas juntas, pensé que ese chico un poco mayor que yo me estaba vacilando, que sí, que se las sabía todas, pero que me podía estar tomando el pelo perfectamente ¡eso era lo que yo pensaba! Entonces eran otros tiempos, no había móviles, ni internet, ni YouTube. Lo más cercano a los grupos que te gustaban era conseguir alguna foto de un póster. Tener en tus manos un LP ya era un momento de pseudo-éxtasis, no teníamos dinero, había vídeos en los pubs, tampoco muchos. Entonces era otra cosa. ¿Cómo podía yo imaginar que Joe Strummer era ese loco tan tímido y tan divertido? La de veces que he vuelto a pensarlo, sobre todo desde su muerte en las navidades de 2002, cuando falleció de repente.  Entonces fue cuando comencé a repensar y a revivir aquellos dos breves encuentros y sobre todo a sentirme sumamente idiota por no haberlo reconocido en su momento.

Saber entonces, en 1984, que había estado charlando tranquilamente con Joe Strummer, no hubiera cambiado absolutamente nada de lo que me ocurrió en años posteriores, está claro, pero de lo que sí que estoy segura es de que me habría dado muchísima fuerza, mucha esperanza para enfrentarme al incierto futuro que me esperaba, que hubiera sido como una señal desde arriba para ir encajándolo todo con más aplomo y convicción. Y ni me enteré ¡será posible! Ahora revivo esa feliz certeza con emoción y con ternura hacia esa pálida chica que iba tan crecida y tan errada, que andaba sobrada, siempre rechazando ayuda, que no supo reconocer ni al mismísimo Dios porque no imaginaba que fuera a tener la forma de Joe Strummer, con pantalones de pitillo y zapatillas deportivas, tan cercano, tan divertido, tan sumamente humilde.

Estés donde estés Joe Strummer, que Dios te bendiga.

Fingiré que no te has ido

  FINGIRÉ QUE NO TE HAS IDO Cuando me levante de madrugada buscando sacudir algún miedo que quedó enredado entre las sábanas. Cuando el...