[imagen: La cocina, collage-digital, ilustración de Toni Belmonte, en www.tonibelmonte.com]
La cocina era antigua y bastante destartalada. Las luces, como en casi todas las cocinas que necesitan una buena reforma, conformaban una estancia lúgubre. "¡Mejor! -pensé -así no se veía directamente la mugre que existía por todos los rincones".
El aroma en la cocina era, sin embargo, delicioso. Sobre uno de los fogones de gas, en una cacerola de porcelana esmaltada que se había llevado más de un golpe, borboteaba una salsa de color rojo intenso. Sobre la encimera rodó un tomate, queriendo escapar de la hoja de acero de un enorme cuchillo de exageradas dimensiones que había sido utilizado para cortar en juliana unas cuantas verduras y que reposaba, amenazante, cubierto de un sospechoso reguero de aguado carmesí. Mi glándula pituitaria identificaba en un primer plano la cebolla y el tomate y continuaba, si afinaba bien, hasta detenerse en la irresistible albahaca.
Durante unos minutos hablamos como si estuviésemos dentro de una pecera. Nadábamos al son de la música de un imaginario laúd renacentista, deslizándonos armoniosamente por el recinto de aquella descuidada cocina a falta de ser restaurada. Cuando me ofrecía asiento, yo me levantaba a abrir un poco la ventana, entonces él pasaba justo a mi lado cediéndome el paso mientras yo buscaba un par de platos en un armario y esperaba a que me sirviera el vino después de limpiar con un paño delicadamente dos copas con las que brindamos con parsimonia.
El joven artista en ciernes, que dibujaba mujeres desnudas, me enseñó los dibujos de su cuaderno. Una serpiente con boca de tiburón se retorcía como si quisiera salir del papel poroso. Le faltaba gemir. No me esperaba ver aquella criatura que parecía mitológica emergiendo sobre el grueso papel de alto gramaje en aquel cuaderno de bocetos femeninos.
–Una musola –me dijo.
Yo miré aquella alargada y desagradable criatura de ojos desorbitados y colmillos afilados. Era una réplica en miniatura de un tiburón. Su perfección me inquietó.
–¿Quieres verla de cerca? –el joven, a sabiendas, chantajeó mi sempiterna curiosidad.
Después, se dirigió al horno de la cocina y me señaló una cabeza rodeada de culebras torturadas y retorcidas. Superada mi primera aversión por la escena, encontré valor para enfrentarme a la musola, que acabó en un festín pantagruélico digno del más sabroso de los pecados.
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