[imagen: El dormitorio, collage-digital, ilustración de Toni Belmonte, en www.tonibelmonte.com]
Siglos antes del Covid-19, era muy común morir por tuberculosis. Hasta en las momias egipcias aparecen vestigios de esta enfermedad altamente contagiosa, una de las más antiguas que se conocen.
Laura y Sophie murieron de tuberculosis cuando Edvard aún no había cumplido los quince años. Laura era su madre, falleció con treinta y un años. Sophie, una pálida y frágil adolescente, era su hermana mayor y falleció a los quince años.
El joven pintor recuerda cómo acompañaba a su hermana en el lecho del dolor. Ella intentaba reconfortarlo con sus palabras delirantes:
-Soy tu hermana mayor, te abrazo con mis desnudos brazos, te acojo en mi sufrimiento. Quien quiera puede pensar que un vampiro me sedujo y me contagió esta temible enfermedad. Yo solamente deseo que no te sientas solo ni culpable por habernos sobrevivido. A mí, a nuestra madre, a la muerte, a tu muerte. Tampoco quiero que me sientas como una extraña.
Los hombres tienen miedo de mis largos cabellos rojos enmarañados que caen desordenados sobre tu estirado traje de domingo, haciendo que se sonrojen por acercarse a su deseo irreverente. Por eso les enfurecen mis níveos brazos. Sí, estoy desnuda, pero no me intento esconder bajo los ropajes de las hipócritas convenciones sociales.
¿Acaso te avergüenza llorar, Edvar? Que no sea así. Llorar es inevitable. Yo lo hago desde que me dí cuenta de que debía marcharme inexorablemente. Te echaré de menos todos y cada uno de los días de mi inexistencia. Desde allí te grito intentando convencerte para que dejes de pintar el pasado. El dolor es molesto a los ojos de los demás.
El pintor, angustiado, soñó toda su vida con aquel reencuentro, con aquel abrazo que lograra tranquilizarlo durante el resto de su pesarosa vida. Aquel abrazo nunca llegó, y él quedó viviendo a la deriva, con una herida en el pecho que nunca cicatrizó. Un desgarrado grito atravesó el vacío de su existencia después de aquella injusta pérdida.
Buscó en todas las mujeres ese abrazo que le hiciera olvidar semejante desgracia. Ni siquiera vestir el traje de su severo padre, que los llevaba a la iglesia para que lo escucharan, recitando la palabra, e intercedieran por sus pecados y los pecados del mundo, pudo salvarle. Ni siquiera rezar le ayudaría tanto a Edvar como aquel abrazo carnal que solamente ella pudo una vez darle.
-Deja que el mundo se escandalice -le dijo Sophie -ese no es nuestro mundo.
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