El post de ayer domingo
iba a comenzar hablando de los Goya y de uno de los momentos que me
parecieron más simpáticos. Fue cuando un director joven con el
bíblico nombre de Jonás, que luego supe era hijo de Fernando
Trueba, subió a recoger la estatuilla por su documental “Quién lo
impide”, un retrato de la generación que le tocó ser joven en la
pandemia.
–Esto de que te den
un premio justo después del In Memoriam te pone rápidamente en tu
sitio –dijo Jonás Trueba así, como el que no quiere la cosa,
antes de comenzar su speech delante de todos los micrófonos del país.
Me pareció épico.
Sin embargo, he decidido
escribir, ya lunes, sobre otro acontecimiento, esta vez muy difícil
de digerir: ha sido el triple crimen del “parricida de Elche”. No
me gusta que se utilice el patronímico. Se convierte en una especie de apodo grotesco y luctuoso.
Si conseguimos dejar a un
lado el horror que nos provoca este hecho tan terrible, podemos
intentar comprender qué pasó. Los medios, siempre superficiales,
ofrecen la versión más simplista: la madre le dice que le corta la
conexión a Internet y el chico le dispara a quemarropa, a ella y al
hermano de diez años. Parece una rabieta muy subida de tono, algo
que ya es el colmo de las nuevas generaciones de hoy en día, servido
en bandeja para despotricar contra ellas.
El videojuego se llama
Fortnite. El videojuego del chico de la catana de Murcia se llama
Night Life.
Los videojuegos no son
malos en sí, pero la adicción que pueden llegar a generar en un
chaval de quince años, sí. El videojuego está recomendado para
mayores de 12 años a pesar de que jueguen incluso desde los 7 u 8 años. Al principio, simplemente juegan para divertirse. Después, no quieren ni salir de casa. Fortnite está diseñado para ser tremendamente adictivo: se juega con
iguales y se obtiene recompensa positiva, por lo que deseas medrar
en ese estatus social que vas consiguiendo según ganas, que hace que te aumente la autoestima. El cerebro de un joven que está en desarrollo se hace muy pronto adicto a la
dopamina, y al mismo tiempo y puesto que no puede ganar siempre, le
lleva a estados de hiperestimulación y ansiedad. El niño ya no quiere estar
con su familia y amigos, está cansado y alterado. Se ha convertido
en un adicto. Hay niños que no quieren ni comer y llegan a estar
hasta veinte horas delante de un juego que es gratuito y por el que
invierten todos sus ahorros para conseguir versiones Premium.
La reacción de un adicto
puede ser muy intensa, inesperada y violenta. Un chico destrozó la
luna delantera del coche de su padre a martillazos porque le quitó
el juego. Fortnite ha roto matrimonios: parejas que han acabado en
terapia porque se echaban la culpa uno a otro sobre quién había
dejado entrar al diablo en casa.
Y no estamos hablando de
cualquier cosa. Las adicciones son algo terrible.
Este proyecto de persona
que se ha comportado como un monstruo no era mal chico, se iba a
montar en bici con su familia los fines de semana, sacaba buenas
notas. Hasta leía. Leyó recientemente la novela La edad de la ira, una
lectura recomendada en su instituto, un centro público. Es un texto duro en el que Marcos, un adolescente de clase media, asesina a su padre y deja malherido a uno de sus cuatro hermanos: un calco inquietante de gran parte de lo ocurrido. Hay textos
que pueden ser muy desestabilizadores. A mí me aconteció siendo una
chica de 17 con El túnel, de Ernesto Sábato, que me tuvo
enajenada algún tiempo.
Leer es lo mejor que
puede hacer una persona a cualquier edad. Quizá hay que tener cuidado con lo
que damos a leer, a qué edades y en qué circunstancias.
La adicción hace perder
totalmente la empatía, saca lo peor de las personas, las vuelve
zafias, mentirosas, traidoras y pendencieras. Y eso es lo que creo
que ha pasado. Seguramente no era la primera vez que le habían
amonestado por estar jugando tiempo de más al Fortnite. Llegó a casa la última evaluación con
cinco asignaturas suspensas cuando siempre había sido un buen estudiante. La madre, preocupada, pensó que era tan sencillo como amenazarlo con
quitarle la droga, y el hijo hizo lo que un yonqui: arremeter contra
ella a muerte. No estaba el padre. El niño se creció y siguió con
este inmenso despropósito acabando también con su progenitor.
Los niños nacen sin
valores. Hay una escala que se conoce como los estadios evolutivos del razonamiento moral de Kohlberg, psicólogo discípulo de Jean
Piaget. Según esta fascinante teoría, todas las personas
evolucionamos desde esquemas infantiles y egocéntricos a
esquemas más maduros y altruistas. Existen seis estadios y el
primero es el de la obediencia y castigo: solamente se respetan las
normas por miedo al castigo. Es el estadio propio de la infancia, a
pesar de que muchos adultos sigan instalados en el y no lleguen a
evolucionar. El desarrollo moral se produce pasando progresivamente
por los diferentes estadios, sin ningún tipo de salto evolutivo, sin
volver hacia atrás. Se trata de un desarrollo que va vinculado al
desarrollo psicológico de la persona y va desde lo individual a lo social. Sin desarrollo psicológico no
hay desarrollo moral.
El chico es inteligente.
Debería haber estado al menos en el estadio II: se siguen las
normas si favorecen los propios intereses. No fue capaz ni de
respetar ese estadio. El joven director agasajado en los Goya, Jonás
Trueba, con su implicación personal en un proyecto que tiene que ver con toda su generación,
ha llegado seguramente al estadio VI, dándonos con ello ejemplo.
Todas estas cosas
deberíamos hablarlas con los jóvenes. Mientras tanto, no se os
ocurra dejar entrar al diablo en casa.
[fuente de la imagen: https://www.xatakaciencia.com/sabias-que/el-hombre-que-paso-36-horas-dentro-de-una-ballena-y-no-se-llamaba-jonas]