Cuando dicen que la sexta ola se va a acabar en marzo, cuando da alegría porque, aún siendo febrero, se nota que los atardeceres se alargan con su luz azulada, cuando llegaba el fin de semana, te fuiste sin avisar, sin sufrir, pero sin avisar. Y eso es muy difícil de entender.
Conseguí ir andando por la avenida el viernes, el mismo en el que te marchaste de madrugada, al centro comercial para adelantar la compra del fin de semana. Recorrí las hileras de estantes como si fuese a verte desde alguno de esos pasillos sabiendo que no era posible porque me habían dicho que ya no estabas.
Ni me acerqué a la zona del pan, frente a la pescadería, donde estuvimos charlando hace un par de semanas, ignorando que fuera la última vez. Aquel día yo iba feliz porque me había encontrado un rosal enano de flores de dos colores cuajadito de capullos por menos de tres euros. Regalaban también con el cheque ahorro una bandeja de langostinos para el aperitivo del domingo. Me hablaste como muchas otras veces de tus hijos, como siempre, con un cariño a prueba de bomba. A mí me fascina la gente como eras tú: la que está cerca y atenta a lo que necesitan los suyos, la que adora a los hijos, la buena gente.
Con tu mochila y tu amplia sonrisa, a veces me parecías ubicuo, tan pronto estabas por allí como en la otra punta de la avenida. Y cuando nosotros queríamos llegar, tú ya habías acabado la compra.
El viernes por la tarde no quise ni pararme delante del pescado, donde era fácil encontrarnos. Mientras me arreglaba la muchacha la carne picada, se me saltaban las lágrimas no se si de rabia, más bien creo yo que era de sentir una inmensa pena.
Una de las luchas sindicales más emotivas que recuerdo de los últimos años fue la del campamento de Sintel, la empresa especializada en montajes de telefonía, en el paseo de la Castellana. Los trabajadores, todos ellos sindicalistas de los de antes, aguantaron 187 días acampados, algunos con las familias. La gente les acercaba comida, les aplaudía toda España. Al poco de conocerte nos contaste que habías estado allí, ¡cómo no! Pero si se notaba a la legua que eras uno de esos obreros con una dignidad fuera de serie. Sí, de los de izquierdas de verdad que han acabado abochornados con la izquierda pastelera del PSOE y de Unidas-Podemos. Eso sí que era luchar por los derechos laborales. Hay que tener agallas, y tú las tenías. Tenías muy claro lo que es la clase trabajadora. Algo que ahora parece inaudito. No existe conciencia de clase. Por eso te admiraba tanto, por tu gran vitalidad y simpatía, por esa capacidad de llamar al pan, pan, y al vino, vino. No me sorprende que fueses precisamente salmantino, salamanquino o charro. Parece que por el interior los valores son más arraigados, más de verdad, con menos tontería. La vida es más dura.
Y mientras me marchaba de allí empujando del carrito, miré al salir el perfil de las palmeras y un poquito de luna. Me quité la mascarilla. Respiré profundo. Y saludé al cielo. Pasé por delante de un banco de madera con un grafitti escrito en el respaldo con letras muy gruesas, como las de las pancartas de las manifestaciones, pintadas en blanco: “Yo te voy a recordar” decía escrito en el listón del respaldo del banco. Y es así, yo te voy a recordar y con muchísimo cariño, Eladio, D.E.P.
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