“Arrebolicá” es como me siento estos días. Y ahora, para arreglarlo, se cambia la hora y estoy como esperando abril. Esto promete.
Llegué el jueves por la mañana a mi escuela a primera hora y me encontré con un montón de mujeres jóvenes en torno a la gran mesa de entrada. No sabían hablar español y solamente un poco inglés. Caí en la cuenta de que eran las muchachas refugiadas que quieren aprender español. Me impactó ver tantas ellas y tan jóvenes.
Vengo de la nube roja sahariana y de acabar celebrando San Patricio con un sabor un tanto agridulce. Estuvimos degustando una Guinness cake y no sé en qué momento acabamos hablando de la Irish Potato Famine, a partir de un vídeo infantil que contaba con detalle cómo casi un cuarto de la población irlandesa falleció o emigró entre 1845 y 1852.
Todo tiene su contrapartida. No celebramos por celebrar. Se celebra porque se salió adelante. Por el camino, quedó mucha gente de todas las edades.
Con las lluvias rojas torrenciales del Sáhara, que parecen reivindicar el terrible olvido del pueblo saharaui durante esta primavera que arranca, retomo el transporte público. Observo que los refugiados están por toda la ciudad: una joven fuma sentada en las escaleras de una antigua caja de ahorros. Dos mujeres empujan carritos de bebé.
Siento cierta opresión en el pecho. Me angustia pensar en esas otras realidades que exploro con el rabillo del ojo en algún punto ciego de mi limitado campo visual.
Por la tarde, una chica extranjera me arregla el pelo encrespado por la lluvia y áspero por la tierra con una ilusión que me sorprende. “No es necesario que te molestes tanto”, le digo. Ella se sonríe y me contagia su buen humor. Me desborda imaginarme el calado del sufrimiento ajeno y admiro su entrega. Para respetar, primero hay que admirar, dice en una entrevista para la radio Joaquin Araujo, presentando un libro con un título tan sugerente como Somos agua que piensa. Si, para respetar, hay que admirar primero. Y eso es aplicable al planeta, al agua, y a todo ser vivo y humano de nuestro entorno.
La leyenda del azucarillo del café con leche del viernes, el regalo de una semana tan arrebolicada, me pone en mi sitio: “No tenemos en nuestras manos la solución a los problemas del mundo, pero ante los problemas del mundo, tenemos nuestras manos”. La preciada humanidad de oro de 24 quilates de la madre Teresa.
Decido con naturalidad y con sentido muy práctico implicarme en las clases de conversación de español que se van a organizar. Sin agobios. Aunque parezca poco, cualquier poco es algo, y cuenta.
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