Escribir es saber entender los registros del alma humana. No es posible detallar cómo se siente un personaje si tú previamente no has pasado en alguna ocasión por una situación cercana.
Por eso, cuando me toca enfrentarme a alguna emoción que me sobrepasa, escucho para saber lo que todavía me queda por aprender. Hay una carta que se repite en mi vida: cada ocasión difícil encierra un regalo para ti. Y digo yo, ¡déjate ya de regalos! Este otoño no he parado de encontrarme regalos en situaciones complicadas y ésto conlleva un importante desgaste emocional.
Decir adiós a lo que ha sido mi vida durante muchos años. De pronto, encontrarme con la incertidumbre de algo que por lo visto envidia todo el mundo. Cobrar sin trabajar, ¡como si fuera tan fácil desprenderte de ese tu otro yo que tiene todo estructurado en torno a la jornada laboral! De acuerdo, es un importante regalo, pero no me envidies antes de tiempo, antes al menos de que yo me haya situado, que me acaba de llegar. Tampoco es algo que haya ocurrido por azar o casualidad. Me ha costado mucho llegar hasta aquí.
Comienzo el año adrede sin ningún balance, sin ningún propósito. El paso del tiempo va a ser mañana el mismo aunque haya menos celebración. El mes de diciembre ha sido muy intenso, no quiero más sobresaltos. Además, el día de Nochevieja, haciendo las últimas compras para los días de fiesta, me dí cuenta de que la chica de la lotería estaba muy triste: “¿Te encuentras bien?”, le pregunté. Y me dijo: “Y ¿cómo quieres que esté? Ay, que no te has enterado aún. Mi marido falleció el 17 de diciembre”. Ya no quise saber más. Le ofrecí mi mano por debajo de la mampara, por donde te da los billetes de la primitiva, y las estrechamos en señal de pésame. Me quedé sin palabras. Un chico joven, no he querido preguntarle nada, ¿qué más da? Estaba hace nada allí, tan agradable, tan joven y tan simpático, deseándome siempre “Suerte”. El libro tibetano de la vida y de la muerte de S. Rimpoché no cesa de recordarme que, o aprendemos a pensar en la propia muerte, o no vamos a ninguna parte. Pensar en la muerte nos da la medida de la vida. Nos pone rápidamente en nuestro sitio. El resto pasa a ser accidental, relativo.
Tenía ilusión por un reencuentro que resultó ser un desastre, no sé si por ser yo quien soy o porque mis interlocutores acudieron a la cita un tanto bebidos. Sea lo que fuera, me sentí momentáneamente hundida hasta que entendí que una no elige sus circunstancias ni cómo se desarrollan las cosas. Aunque vayas con el corazón en la mano, éso no es garantía de nada. Es más, sabiendo desde el principio que aquello no tenía visos de ser una buena idea, seguí insistiendo, pensando en que así podría entender cuál era mi lugar. Y sí, lo entendí, ¡vaya que si lo entendí!, aunque entenderlo me haya hecho llorar por dentro de lo lindo. Cuando se hunde un barco no es por el agua que hay fuera sino por la que dejas llenarse. Sienta bien llorar, es como si achicaras el barco para que no se hunda. Cuesta mucho que nadie entienda que estás más o menos repuesta de unas cuantas muertes, como si a ti te interesara recordarlo a los demás. ¡No precisamente! Es más sencillo que todo eso. Estoy siguiendo el camino que necesito para recorrerlo. Por primera vez me siento conectada conmigo misma, me escucho como nunca antes lo hice, y ahora resulta que no, que eso es estar ahí dando vueltas a lo mismo. Respiro tranquila, creo que estoy haciendo lo que necesito. A no ser que no sea lo que se espera que haga.
No sé en qué momento me equivocaron.
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