– ¡Tú no tenías que haber dicho en voz alta delante de mí algo semejante, Fiódor D.!
Pensar que las mujeres somos volátiles e inconstantes por naturaleza y meternos a todas en el mismo saco me parece un grave error de cálculo. Parece mentira que seas recordado como el gran conocedor del alma humana, de las pasiones, de los mayores logros y de las conductas más viles.
Estoy aquí, delante de mi preciosa colección de sellos rusos del siglo XIX y me pregunto si ahora, después de hasta donde he conseguido llegar, me reconocerías mis logros, con la filatelia y con muchas otras cosas. ¡Y no he gastado dinero en ellos! Todos los he ido recogiendo de la correspondencia de la gente, de la estafeta, de las donaciones. La filatelia es para mí pasión: mis sellos son ventanas a otros países, a otras culturas. Gracias a ellos, he viajado mucho, tengo mucho mundo. Y aunque me miran como a un bicho raro porque no hay mujeres, los coleccionistas de estampillas me respetan. A veces me encantaría que estuvieses aún conmigo para que la vieses y no te quedase más remedio que dar tu brazo a torcer. Estoy segura de que me felicitarías y cambiarías de opinión con respecto a la volubilidad de las mujeres. ¡No te das cuenta de que eso está en las personas, no en el género!
Cuando comenzamos a transcribir El Jugador juntos, entendí que eras precisamente tú un ser muy impresionable, no te voy a llamar voluble. Enseguida te encaprichabas de las mujeres y llegaste a estar muy pillado por esa Polina que no era sino una lagarta, una vampira emocional de mucho cuidado. Marya Dimitrievna era de otra forma, ¡bastante tuvo con su primer marido que se lo bebía todo y su pequeño Pasha! Tú llegaste allí a salvarle la existencia y fíjate cómo te lo devolvió, liándose con un estudiante. Y mira como en cuanto se enteró de tu epilepsia, cogió las de Villadiego. Aun así, tú la defendiste en tiempos difíciles con su enfermedad. Eso te honra.
La verdad es que teniendo esas mujeres tan impresionantes como tus grandes amores,te sorprendió que yo fuese tan joven y te aceptase tal y como eras. A mí no me impresionó tu apellido porque yo sabía que aunque fueses el mismo Dostoievski, tú eras bajito, muy frágil, celoso, atormentado, y sin embargo ¡mi Fiódor! Yo te amaba ya siendo una adolescente cuando mi padre me leía tus obras, pero nunca te idealicé, eso es verdad.
Yo fui la que te ayudó a salir adelante, y lo digo con orgullo, porque sabía lo grande que era tu enorme sensibilidad ¡gracias a tí, tus lectores comprendemos la complejidad del alma humana! Yo descubrí tus devaneos sabiendo que eran parte de tus debilidades, junto al alcohol, el juego, ¡un clásico!. Y luego te sentías hundido porque habían estado jugando contigo.
¡Cómo me gustaría contarte que varios lectores y sobre todo muchas lectoras del siglo XXI han descubierto al gran Dostoievski, pero también a mí, a su taquígrafa, que era veinticinco años más joven que él y que fue la mujer que lo quiso de verdad durante los últimos catorce años de su vida!. Yo me convertí en editora y distribuidora de tus libros. Me llaman en la Wikipedia “memorialista” porque escribí un diario de más de setecientas páginas y también “bibliógrafa” y “editora”. La vida fue especialmente dura conmigo. Tuvimos cuatro hijos. Nuestra pequeña Sonya murió con apenas tres meses. El pequeño Alexey con apenas tres añitos. Fiodor y Lyubov vivieron más, y Lyubov también quiso escribir y seguir tus pasos. Yo viví por y para ellos desde tu muerte. También para sacar tu obra adelante, porque yo sabía que lo que habías escrito era muy grande.
Las personas sensibles son como joyas raras, perlas que crecen dentro de una ostra en un mundo batido contra las rocas por el mar airado. Lo más probable es que caigan y sean devoradas por la furia de ese mar, que es la vida en perpetua vorágine. Cuando consiguen estar en calma, brillan al sol, despliegan toda su belleza. Están demasiado expuestas. Tienen que saber ponerse a resguardo, valorar la joya que transportan y que todo el mundo envidia. Está hecha de material muy frágil. Yo soy la mariscadora de manos curtidas que se arremanga y mete los pies en el agua fría y sigue agachada a punto de dañarse por la fuerza del mar. Se yergue, se limpia la sal que le entra a los ojos y mira al horizonte.
Delante de mi infinita colección de sellos, siento que nunca deseé cambiarte y por eso fui la mujer que de verdad te amó y eso me llena de orgullo. Me da igual que me compares con las otras. Tú sabías que yo siempre estaba allí, con los pies descalzos bien agarrados a la tierra, contando los rublos para pagar todas tus deudas. Y dejaste de ser alcohólico. Y dejaste el juego.
Muchas mujeres ambicionan cambiar al hombre que aman. Yo no perseguía eso, y sin darme cuenta, lo conseguí con mi paciencia, con aceptarte tal y como eras como persona, con todas tus debilidades. ¡Para que luego vayas pensando y diciendo por ahí que las mujeres somos inestables y antojadizas! ¡Para que nadie generalice!. Tú te encontraste con un diamante en bruto; bajo mi apariencia ruda y adusta escondía una piel fina y muy delicada, blanca como la perla que guarda una ostra. Y un amor de mujer muy distinto a lo que tú conocías.
Fiódor Dostoievski, fui feliz a tu lado. No me cambio por ninguna de ellas.
Si volviera a nacer, volvería a leerte con pasión.
Anna Grigórievna (1846-1918)
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