Parte 1
Esa pequeñísima mujer de metro y
medio era sorprendente, capaz de hacer cosas inimaginables. Prodigiosa y terca,
terca como una mula, orgullosa de su estirpe, partisana antifascista. Lloró
lágrimas como puños cuando su adorado Edoardo, el padre más apuesto del mundo,
fue retenido y torturado en Villa Triste, el edificio del horror. Con apenas
doce años recién cumplidos, la pequeñísima iba y venía de un lado al otro del
Arno, con la munición escondida en las cestas de víveres, cartas camufladas
entre las lechugas, mensajes cifrados ocultos en las trenzas de su pelo. Y
desde entonces, la vida fue para ella un no parar, un cúmulo de energía
insospechada para un cuerpecito tan sumamente pequeño con esos enormes ojos tristes,
profundos, siempre llenos de dignidad.
El amor de su vida fue Panagoulis, un
poeta griego, un hombre al que admiró desde el primer momento en el que le puso
la mirada encima, el líder de la resistencia al régimen de los militares, el
hombre valiente que la conquistó, que no se doblegó ante nada ni nadie, el
cristo crucificado nueve veces. Alekos Panagoulis era como su padre, un hombre
íntegro y valiente. El griego rebelde misteriosamente muerto en un accidente de
carretera, vilmente asesinado. No había pruebas. Solamente la impotencia de
saber que así había ocurrido. En poco tiempo, ella perdió al hombre que más
amaba y al hijo que esperaba de él. La vida le dio una injusta
patada, pero siguió adelante, con determinación, con el compromiso del
sufrimiento de muchas otras personas que, en otros países, bajo otros regímenes
totalitarios, podían estar sufriendo como ella. Con esa enorme humanidad y
amparándose incansable en su trabajo como periodista del Corriere della Sera, Oriana siguió adelante.
Fue con motivo de su
trabajo como corresponsal en la guerra de Vietnam cuando revivió el amor. Esta
vez él era francés, apuesto, tranquilo. El amor que surgió entre ellos no fue
la llama que quema sino el rescoldo que queda en el hogar, que da calor y
acoge, que ampara en la soledad y la tristeza. Fue muy reconfortante para ella
encontrar de nuevo alguien en quien apoyarse. Era una mujer testaruda y con mal
pronto. Al mismo tiempo, era cálida, humana, enormemente fuerte y femenina. Los
dos se complementaban bastante bien. Ella más impulsiva, él más reflexivo. Ella
no guardaba mucho las formas, él se prodigaba en las buenas maneras.
Y
siguieron con su relación de forma más o menos encubierta ocho años. El francés
tenía un hijo, adoptado, y no quería separarse de su mujer por miedo a hacer
daño a su hijo y también a perder la custodia del menor. A
ella, que le importaba un rábano lo que la gente pensara, ya fuesen altos
dignatarios o cargos eclesiásticos, le traía sin cuidado aquella situación. Y
él, que tanto era de razonar, la dejó de pronto, sin más. Ella, que era
partisana italiana, brava, intensa, se encendió muchísimo y ni corta ni
perezosa, empaquetó todas las cartas de amor que el francés le
había enviado regularmente hablándole de todo su amor, y se las envió a su
mujer, para que se hiciera cargo de lo que tenía en casa. El francés se ofendió
muchísimo por aquel arrebato incomprensible y fue entonces cuando decidió
enviarle una carta, una sola carta, explicándole su postura. Ella enfermó y
pasó el resto de su vida sola. Cuando falleció, la carta estaba sobre la mesita
de noche. No quiso abrirla nunca.
[Oriana en compañía de François Pelou en Vietnam. Fuente: https://bit.ly/2U8k8VO]
Parte 2
Te conocí en Saigón donde me
encontraba trabajando para la agencia France
Presse, los dos transitando por un momento delicado de nuestras vidas. Y
nos enamoramos locamente en medio de un conflicto, ¿cómo no? Y a lo mejor,
cuando acabes de leer esto, pienses que más me hubiera valido pegarme un tiro
en la sien, como hizo el general Loan con ese pobre desgraciado prisionero del
Vietcong, antes de haberte conocido. Tú ansiabas encontrarte con ese general
que era un bruto y un malnacido, y yo era el único extranjero que podía
ayudarte a conocerlo. Nuestra relación comenzó con aquel espantoso fotograma que
todavía sigue indeleble en la memoria colectiva del chaval vietnamita antes de
ser abatido por un disparo en la cabeza.
— Pélou, François Pélou, encantada, vamos a ser
compañeros de trabajo durante unas semanas. Espero que aprendamos pronto a
trabajar juntos- fueron las primeras palabras que te escuché pronunciar.
En menos de dos semanas, no es que
trabajáramos juntos, es que dormíamos, comíamos y hacíamos el amor todos los
días, como si el mundo se fuese a venir abajo en cualquier momento, en alguna
de esas selvas de calor pegajoso en las que los jóvenes soldados americanos se
dejaban primero la salud mental y luego la vida. Aquello era una auténtica pesadilla.
Nosotros, sin embargo, no teníamos fisuras mentales, nos reconocíamos sin
extrañamiento, con una naturalidad desconcertante. Yo nunca había vivido algo
semejante. Yo nunca había vivido una relación con tanta intensidad.
Tú habías recibido muchos golpes en
la vida. A todos habías sobrevivido. Y seguramente el mío fue el golpe más
bajo, el más mezquino, y no pudiste remontarlo. Puede que así fuera. Tampoco
supe hacerlo de otra manera. Quizá no fui merecedor ni de todo tu amor ni de
todo tu desprecio. Tampoco hemos venido al mundo a juzgar a los otros. Lo nuestro,
más que amor compartido, estarás de acuerdo conmigo, devino en sufrimiento
compartido.
Y es que como diminuta Oriana
tenías un don y era el de estar en el lugar oportuno en el momento en que
ocurrían cosas terribles. Y así, estabas en Dallas la mañana en que asesinaron a J F Kennedy. Y tenías, siempre tuviste,
un ángel guardián que te protegía. De eso no me cupo nunca duda. Los militares
ocuparon el campus universitario en México en vísperas de los juegos olímpicos, y allí estabas tú, en medio de la protesta estudiantil, sorteando las ráfagas de metralleta en una masacre peor que la que habías presenciado en ninguna otra guerra. Fuiste dada por muerta y en la cámara mortuoria un cura,
precisamente un cura, se dio cuenta de que aún vivías. ¡Una auténtica
resurrección! Así de mágica eras,
querida mía, eras una persona muy especial, sorprendente. Tuviste siempre ese don al menos hasta que yo aparecí.
¿Qué hicimos mal? ¿Qué hicimos tan
mal? Yo no pude contenerte. Tú te volviste una fiera, a toda costa querías
hacerme tanto daño como el que yo te había causado. Y al final, la muerte,
siempre esa muerte a la que no temías, te fue arrebatando como un alienígena,
como tú llamabas a ese cáncer, poco a poco, la muerte invasora y decisoria.
Todo lo que nos respetábamos en nuestros trabajos dejamos de respetárnoslo en
nuestras vidas, que tenían tantas, muchas grietas.
Porque tú eras así, o te tomaban, o
te dejaban. Yo hice las dos cosas. Y las dos las
hice mal. Y todavía me pregunto cómo, siendo como eras una mujer meticulosa,
sesuda, que le daba tantas vueltas al lenguaje, a las situaciones, a los
conflictos, cómo te decidiste a enviar todas aquellas cartas, que te recuerdo que
eran mías, ¡a la madre de mi hijo, adoptado, pero que te recuerdo que era mi hijo! ¿Cómo se te ocurrió
hacer una cosa así? Cuando tú ocupabas un lugar especial en la tierra, al menos para
mí, fuera del despecho, al margen de esos celos demoníacos y viscerales, ¿cómo
me pudiste hacer una cosa así, a mí? Yo era el que estaba comido por los celos,
sí, yo, siempre. ¿Acaso
no lo sospechaste nunca? De Panagoulis, sí, el hombre de tu vida, eso sí que
fue para mí una auténtica pesadilla. Tu gran amante asesinado conviviendo todos
los días con nosotros, en nuestra cama, presente en todo momento. Aunque nadie
lo mencionara, allí estaba ese griego. Y aún ¡fíjate por dónde! me ganaste tú
a celos.
No medías, no calculabas nada.
Cuando algo te molestaba, no te lo pensabas dos veces, cargabas de frente. Eso
se llama no medir las consecuencias de las cosas que dices, y una periodista
consagrada a nivel internacional como tú no podía ir así por la vida como un
toro bravo y desbocado. Después del atentado de las torres
gemelas, no perdonabas la política exterior de Estados Unidos. Con esa visión
tan preclara para prever el devenir de los acontecimientos, esa mezcla de intuición y
de brujería, te convertiste sin saberlo, en una pitonisa, Oriana, parecías tener toda la fuerza de un oráculo.
Y siendo así como eras, tú, la mujer
más fuerte y más valiente del mundo, ¿cómo no tuviste la valentía de
abrir aquella carta?
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