No lo tuvimos en cuenta cuando nos vinimos a vivir a esta
casa. Ni siquiera lo consideramos. La verdad es que no sé cómo dejamos pasar
por alto algo así, tan esencial ¡es que ni se nos pasó por la cabeza en su
momento! ni caer en la cuenta, vamos, de la evidente y limitada accesibilidad del hogar al
que habíamos decidido mudarnos. Es cierto que ya los niños ni eran bebés ni
usaban carrito. Sí que saltaban y brincaban con mucha energía, pero temer, temer, lo que
se dice temer, no temimos en su momento mucho por ellos.
Yo creo que lo que lo que nos cautivó del inmueble, así, de
pronto, fue el espacio, la luz, el buen estado en general en el que se
encontraba. Aquello minimizó lo que deberíamos haber observado desde la primera
visita como un posible obstáculo en el futuro: las interminables escaleras. Sabíamos que "tenía mucha escalera",
dentro y fuera de la vivienda, en el portal y en el interior, para llegar a la
puerta de casa y para subir a los dormitorios. Lo sabíamos, pero fue como si no
lo pensáramos, o al menos parece ser que en aquel momento nos dio exactamente
igual.
Como un barco con diferentes cubiertas, la casa mira hacia todos los puntos cardinales, y eso es, supongo, algo importante. No la oculta ningún otro edificio. Eso está bien. Le da impronta de independencia sin
estar aislada. Y es que, sin estar en medio de la calle, prácticamente todo el barrio pasa por delante de la puerta
antes o después, camino del gimnasio o del supermercado. Solamente tenemos una familia de
vecinos, una pareja joven. Lo primero que se plantearon al venirse a vivir a
esta casa-barco fue instalar un ascensor para enlazar las distintas alturas.
Seguidamente, cubrieron a cal y canto dos puertas que daban a las escaleras comunes, de forma
que ahora solamente nosotros utilizamos las interminables escaleras. Ver lo que antes eran huecos de
acceso a otro lugar clausurados supuso al principio una sensación de gran desconcierto,
pero es cierto que a la vez le ha dado inusitado protagonismo a los peldaños. Es entrar desde la calle y solamente se ven escaleras y más escaleras que ascienden configurando tres tramos consecutivos. Treinta y siete peldaños hasta llegar a la vivienda.
[fuente: https://bit.ly/2VqZcG8]
A mí siempre me han encantado las escaleras. En el portal de casa de mis padres recuerdo los cinco enormes escalones que saltábamos como
cabras todos los días. Jugábamos a volar. Me costó mucho decidirme a saltarlos todos
juntos, pero lo conseguí. Ahora no salto escalones de esa forma, aunque alguna
vez, bajando, me he sentido tentada. Lo que sí he descubierto es que las
escaleras me ayudan a pensar. Cuando las subo, cuando las bajo. Cuando las
subo, cuando vuelvo de la calle, del trabajo. Cuando las bajo, cuando voy hacia
el mundo, sea lo que sea lo que me tenga que encontrar.
Y ha sido recientemente cuando he reflexionado más a fondo sobre este fenómeno secreto. Las
escaleras, de alguna forma, me están ayudando a coger perspectiva con las cosas
que me andan ocurriendo que, bien miradas, son de poca monta, también es
cierto, pero yo andaba necesitada de cierta perspectiva, algo donde apoyarme, y
estos treinta y siete peldaños han resultado ser mano de santo. Al subir, cojo la distancia
suficiente como para saber que mi mundo está protegido. Al bajar, me preparo
para enfrentarme a la sorpresa del día a día. Porque el trabajo, la calle, la vida, se ponen a veces insoportables. Así que me imagino un
punto allá abajo, “ese punto” es el problema, y avanzo hacia él, me acerco sin
miedo, lo rodeo, lo observo, no lo piso, pero no cargo con él. Está ahí abajo.
No llega a venirse conmigo. Soy yo la que se acerca y luego se aleja. Esto, que
podría parecer una tontería, al menos para mí no lo es. Lo hago sabiendo que
tengo una edad, pero he de confesar que me está funcionando. A algo me tenía que agarrar ¡digo
yo!
Lo más curioso es que fue
la escalera la que me descubrió a mí, no yo a ella. Un día en que volvía a casa mentalmente agotada por tener que enfrentarme a una
situación con la que no me atrevía, subí jugueteando los peldaños de dos
en dos, de tres en tres, como diciéndome a mí misma, estás agotada pero no hundida, aún te queda
mucha fuerza. Y de esta forma tan infantil, engañé a mi ingenua psique, para
que siguiera sintiendo que podía con los obstáculos de la vida, que supiera que pasara lo que pasara, siempre
sería divertido subir y bajar escaleras de dos en dos, de tres en tres, o
saltarlas de a cuatro o de a cinco, como cuando tenía ocho o nueve años.
No comments:
Post a Comment