Abrí los ojos y mis escamas rozaron la textura de una hoja
de papel de periódico escrita en la extraña grafía de unas letras en un
idioma que desconocía. Me faltaba el agua y el oxígeno. Estaba en una playa de madrugada.
A lo lejos divisé unas casitas blancas y un paseo. Era una pequeña población. De
un coletazo, conseguí escurrirme fuera del papel de periódico escrito con las veinticuatro
letras que reconocí como las del alfabeto griego. Giré la cabeza y descubrí que
estaba rodeada de varios cuerpos que yacían exhaustos sobre la arena. Recordé
que un chaval de apenas catorce años me había envuelto en una hoja de periódico, encerrándome con una cremallera mientras yo daba coletazos dentro del bolsillo de su chándal. Su teléfono móvil y yo parecíamos
ser lo más valioso que poseía, ya que regularmente nos había estado tanteando
para cerciorarse de que seguíamos allí. Eso fue por la noche, cuando embarcamos con la oscuridad cerrada, temblando por el miedo y por el frío.
Aquel alfabeto no encontraba palabras para describir la miseria que tenía frente a mis ojos saltones y enrojecidos. Alfa, épsilon, iota, ómicron, ípsilon. Cinco vocales con las que describir el olvido más grande, el descuido humano elevado al cuadrado. Yo jadeaba con respiración entrecortada, los ojos como platos, más muerta que viva, mientras aquellos desgraciados, algunos de ellos todavía con un hálito de vida, se desperezaban en la playa. El amanecer era verdeazulado, con las vetas anaranjadas del sol empujando en el horizonte y el gorjeo de las gaviotas interrumpiendo impertinentemente la embaucadora cadencia del rítmico compás de las olas. Beta, gamma, delta.
Aquel alfabeto no encontraba palabras para describir la miseria que tenía frente a mis ojos saltones y enrojecidos. Alfa, épsilon, iota, ómicron, ípsilon. Cinco vocales con las que describir el olvido más grande, el descuido humano elevado al cuadrado. Yo jadeaba con respiración entrecortada, los ojos como platos, más muerta que viva, mientras aquellos desgraciados, algunos de ellos todavía con un hálito de vida, se desperezaban en la playa. El amanecer era verdeazulado, con las vetas anaranjadas del sol empujando en el horizonte y el gorjeo de las gaviotas interrumpiendo impertinentemente la embaucadora cadencia del rítmico compás de las olas. Beta, gamma, delta.
No existía un lugar más olvidado sobre la tierra. Era
una playa preciosa y sin embargo el escenario de la muerte y la desesperación.
Nos arrastrábamos por la arena, agarrándonos a la vida. Ellos habían quedado
varados en la costa, esperando que alguien los auxiliara. Yo, si no conseguía
llegar al mar, estaba perdida. Todos luchábamos contra un profundo agotamiento,
resistiéndonos ante lo inevitable. Dseta, eta, zeta. Un brazo se deslizó por mi
espina dorsal. Kappa, lambda, mis escamas volvieron a rozar el áspero periódico. Creo que el chico me estaba agarrando de nuevo,
con un ligero apretón, para quedar después su mano exangüe. Me escurrí hasta resbalar cerca de una zapatilla deportiva de marca Nike empapada con
manchas de salitre. Mi, ni, xi o el letargo de la mañana de un día que no tiene
cifra, ni mes, ni año en el calendario. Un día que solamente conocería la cruel
lectura de los hechos en algún periódico europeo. Pi, ro, sigma, tau. El
abecedario del olvido del planeta. Fi, ji, psi. Continuaría la tierra en su
órbita, ajena, impasible, como todos los días. Con un eructo de agua salada, el
chico que sujetaba el trozo de periódico con el que apenas ya me oprimía,
expiró. Omega.
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