Miguel Ángel Caravaggio se encontraba en el comedor del barrio de Valdeacederas en Madrid, confinado desde hacía más de diez días. Era un hombre muy trabajador, pero también muy orgulloso y terco. Resultada difícil llevarse bien con él. Sin embargo, cuando estaba solo, Miguel Ángel era muy tranquilo: apenas discutía consigo mismo..
Se consideraba una persona sencilla. Lo único que le ocurría es que no podía soportar el engreimiento de la sociedad, y por eso, de vez en cuando, le entraba su mal carácter, la mala leche, como decía su hermana. Prefería a la gente del pueblo frente a la arrogancia de los que ostentan el poder, ya sea la corona, la curia, los políticos y mandamases o las multinacionales. Tampoco era tan difícil de entender. Sin embargo, por lo general era un hombre que no encajaba en el trabajo, ni en la cola del supermercado, o incluso si compartía un banco en un parque; siempre salía discutiendo con alguien.
Así que el confinamiento no le afectó gran cosa. Al principio.
A la hora de comer, encendía todos los días la televisión por seguir la pista de la evolución del virus, el conteo, como lo llamaban, de las comunidades autónomas perimetradas, a nivel nacional, a nivel europeo, a nivel internacional. Cifras de positivos, de ingresos en la UCI, de tasas de contagio, noticias sobre infracciones y modificaciones en la normativa. Los programas de noticias podían durar horas y horas con el mismo tema. Al final enlazaba los programas del mediodía con los de la cena y después continuaba hasta pasada la medianoche.
Con las semanas, la caja tonta, que parecía una puerta de microondas dispuesta a servir en bandeja una calamidad detrás de otra, se fue transformando sin apenas darse cuenta en un inmenso Goliat, devorándole la moral con titulares y noticias con verdades a medias que parecían diseñadas adrede para amedrentar a la gente normal y corriente como él.
Entendió que su gran pelea consistiría en derrotar a aquel desvergonzado gigante intoxicador para que sirviera como disuasorio de todo el ejército de filisteos impostores que estaban detrás de él y que parecían sacarle burla desde el otro lado.
Diseñó una estrategia. Primero, tímidamente, decidió solamente encender la televisión a las horas de las comidas y las cenas. Después, fue recortando las cenas porque entonces le resultaba más difícil apagar el aparato y eso que tenía la facilidad de poder hacerlo desde el mando a distancia con un solo movimiento de su dedo índice. Invirtió el tiempo de los telediarios en escuchar música, tirar de biblioteca como solamente podía hacer durante las vacaciones y hacerse platos distintos para matar el gusanillo del hambre y del aburrimiento.
Goliat, con expresión de terror en su mirada, agonizaba viendo bajar dramáticamente los índices de audiencia.
Al cabo de una lucha de más de tres meses, con la moral alta y el claro convencimiento de que aquel asesinato no había sido en vano, Miguel Ángel alzó sin piedad la cabeza del gigante.
Por un momento, se sintió elegido entre los mortales, un pobre hombre en ERTE que pasaron a ERE sin avisar, amante de la vida sencilla, desterrado como muchos otros a un cruel confinamiento mental, había conseguido triturar a todas las cadenas que luchaban por corromper su paz y atemorizarlo al máximo.
Mirando emocionado su plato de loza inglesa mientras sujetaba la cabeza decapitada que aún mantenía algo de consciencia, degustó un trocito de berenjena al que le había añadido una cucharadita de miel de romero.
Aquel bocado le supo a gloria.
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