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Wednesday 6 January 2021

EL BAÑO REVOLUCIONARIO

                     

 

     
           [imagen: El baño, ilustración de Toni Belmonte, disponible en www.tonibelmonte.com]

                                                                       
    

Mary Anne Charlotte Corday dispuso todos los perfumes sobre el estante debajo del espejo circular. Eternity, J'adore, La vie est belle, Black Opium, Cacharel. La estancia estaba impregnada por los aromas que irradiaban todas aquellas fragancias ligeramente almibaradas con notas de sándalo, jaipur, flor blanca, magnolia, fresia, jazmín y azahar. El oxígeno resultaba más exquisito que en ninguna otra habitación de aquel esplendoroso hotel parisino. Para Charlotte, como prefería que la llamaran, la salle de bain era su lugar elegido, el más placentero.

Dos siglos después, veía perfectamente su fantasma transitando por el espejo.

En aquel exclusivo cuarto de baño de diseño subversivo, resaltaba el distinguido lavabo de mármol de Carrara junto al mosaico en color canto de río del suelo, que realzaba el sencillo y minimalista trazado de los grifos. La alfombra, de lana cruda con flecos, yacía sobre el suelo esperando a que la joven de largos cabellos castaños saliera de la bañera y se deslizara sobre ella mientras se preparaba para la visita prevista aquella tarde. Charlotte estaba a punto de hacer un gran servicio a Francia.

Lo vio todo reflejado en el espejo.

Charlotte no era contra-revolucionaria y acabó siendo la más subversiva. Hija de la nobleza sin posibles, cuando murió su madre a los trece años, fue enviada por su padre junto a sus dos hermanas menores a un convento donde pudieran ser atendidas y debidamente educadas. Allí se acabó de convertir en una joven bastante rara, todo el día leyendo a los clásicos y obsesionada por transformarse en la heroína de su propia tragedia.

A sus veintitrés años, armada de entereza, consiguió salir del convento para ser acogida por su vieja tía, Madame de Bretteville, que vivía en Caen. Comenzó a reunirse con los girondinos proscritos y fugitivos, tejiendo con aplomo y paciencia el momento adecuado para acabar con la vida de Jean-Paul Marat, el enemigo público de los girondinos, un jacobino que representaba para ella la tiranía, la injusticia y la mentira en estado puro. Se presentó en París el 11 de julio de 1793, alojándose en el Hôtel de la Providence, dispuesta a todo.

Mientras se acicalaba en el baño del hotel, el pasado que sería su futuro se coló por la luna inoportuna del espejo circular.

Al ser atendida por su víctima precisamente en la salle de bain, se dio de bruces con una figura delicada y macilenta que le inspiró más caridad que otra cosa. No obstante, no debía flaquear. Debajo del tocado de tela adivinaba el pálido semblante del monstruo que firmaba condenas a muerte a diestro y siniestro con su puño y letra. Había esperado mucho aquel momento; se había desplazado a propósito desde Normandía. No titubeó, engatusándolo con desvelarle los secretos más importantes para el bienestar de la República. Marat se dejó fácilmente embaucar por los halagos de aquella jovencita delatora e inexperta a la que doblaba en edad en la intimidad de su aposento favorito.

Ella le fue dictando uno a uno los nombres de diputados refugiados en Caen mientras el cabecilla revolucionario completaba su interminable lista. Absorto como estaba anticipando las decapitaciones de aquellos desgraciados, no le dio tiempo a reaccionar.

Con toda la fuerza que fue capaz de reunir, Charlotte apuñaló a aquel hombre que le doblaba la edad anticipando que sería su cabeza la que rodaría en la guillotina pocos días después. Sacó un enorme cuchillo de mango de ébano y hoja afilada que escondía dentro de su delicado pañuelo de seda y lo clavó en lo más profundo de aquel negro corazón. Abrió el tapón de la bañera. Dejó que aquel sórdido capítulo de la historia se colara por el sumidero, redimida por la sangre de aquel incauto.

Durante su detención, no opuso resistencia alguna.

–Sólo se muere una vez --dijo lacónicamente cuando la prendieron, como solemne descendiente directa que era de Corneille, el reconocido dramaturgo francés.

Al recibir la sentencia de muerte, ni siquiera se esforzó por negar los hechos. Estaba más que convencida del homicidio que había perpetrado.

–He matado a un hombre para salvar a cien mil –la muchacha expresó con calma.

Su cabeza rodó hacia el cesto el 17 de julio de 1793 en la Plaza parisina de la Concordia.

Charlotte mantuvo hasta el final la serenidad de los mártires, la misma con la que durante siglos fue relegada al olvido. La valiente Mademoiselle Corday consiguió que el terror revolucionario comenzara a resquebrajarse en aquel singular cuarto de baño que pasaría a la historia de las infamias.


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